Nunca nadie nos dijo que nuestra mente es en realidad una máquina del tiempo, que nuestros sentidos son los botones que la inician y que sin previo aviso, estamos depronto en otro lugar, uno ya vivido.. o no, tal vez uno aún por vivir, uno de esos momentos anhelados que están conectados con nuestros sueños y que deseamos con intensidad experimentar, o quizás nuestro olfato nos llevó a una escena del pasado, una época donde las cosas fueron mejores o peores, porque eso pasa con los botones de inicio automáticos, activan la máquina del tiempo en nuestra mente sin que los podamos programar. Por otro lado, también tenemos la capacidad de activar nuestra máquina del tiempo a propósito, cerrando los ojos, tomando un poco de aire y pidiendo el deseo... deseo estar en mi casa de la infancia, y sin un sólo sonido nos aparecemos en dicho lugar... Eso justamente me pasó hace algunas semanas, haciendo el ejercicio de pasear en mi memoria deseé ir a una tarde soleada de diciembre de 2011... justo antes de navidad, estoy en Buenos Aires, en medio de un viaje improvisado que disfruté con intensidad, fui a visitar a María, una prima que adoro y esa tarde ella estaba trabajando en su tesis de grado, así que yo decidí, como lo hice en otro par de oportunidades, salir sola a caminar, en ese momento acabo
de salir del cementerio de La Recoleta, donde caminé algo más de una hora, el alma la tengo algo sobrecogida por causa del arte fúnebre.. ángeles llorando o
tocando trompetas, flores de hierro, la virgen con su cara compungida o Jesús crucificado. El lugar de descanso de tantas almas que al mismo tiempo sirvió de escenario para que tantas otras perdieran el descanso, ese que las había acompañado hasta el momento de verse obligadas a visitar este lugar de despedida.
La brisa es fresca en Buenos Aires este día, mientras el sol te regala su calor, no demasiado, sólo lo suficiente como para que la tarde tenga esa la característica de temperatura perfecta para mi, camino un par de pasos fuera de la puerta del cementerio y me encuentro con la vida y su bullicio, su interacción permanente y nutritiva... había grupos de personas sentadas charlando alegremente en el pasto de un pequeño parque, que rodeado de asfalto y edificios tiene ese dejo a oasis que es difícil pasar desapercibido; algunos árboles se mecen dulcemente con la brisa, mientras los pájaros van y vienen volando entre sus ramas con gran vitalidad, de repente, las aves más osadas bajan a tomar trocitos de pan y otras migas que caen de los deliciosos aperitivos que disfrutan las personas ,quienes charlan desprevenidas en compañía de sus grupos. El sonido de una guitarra rasga el bullicio y suenan aplausos acompañando la melodía, entre tanto las demás personas siguen en sus asuntos como si este complejo estallido de vida fuera de lo más natural... y bueno, es que lo es... por lo menos para los vivos, me digo a mí misma.
En ese momento decido levantar la mirada para detallar los edificios antiguos que rodean el lugar, el sol de resalta sus colores y las sombras de la tarde hacen lo mismo con su rimbombante arquitectura, en los pisos de abajo hay diferentes tipos de cafés y todos los lugares están a medio llenar. ¡Perfecto! Pienso, pues a mi me gustan los lugares con personas pero odio aquellos que están a reventar, los lugares extremadamente concurridos me hacen entrar en modo "supervivencia", mi instinto de auto preservación se activa y por tanto mi relajación y diversión suelen salir volando por la puerta, por lo general yo vuelo detrás de ellos poco después.
Camino entre tímida y decidida hacia el lugar que he elegido Havanna... sus alfajores son famosos y desde que llegué a Buenos Aires no he podido probar ninguno... Havanna será. Sus locales, si mal no recuerdo, tienen un llamativo color amarillo, esto más su aviso rojo, el juego que hacen con la madera, el acero y el vidrio los hace (para mi) bastante atractivos.
Me siento con cuidado en una mesita exterior sin saber si llegaría alguien a atenderme, elijo sentarme de espaldas al cementerio con la intención de sacudirme tanta muerte del alma y quedo sentada mirando la entrada del establecimiento, una silla oscura y de mimbre me ofrece comodidad, pues como imaginarás el mimbre no se calienta al punto de quemarte, lo que fue para mí, un alivio.
Ensimismada, saqué de mi bolso el libro que estaba leyendo en ese entonces (un libro enorme) "Los pilares de la tierra" en ese momento se me ocurrió pensar ¿Qué puede haber más perfecto que esto? De inmediato llega una chica rubia, blanca, de ojos azules y rostro alargado, sus crespos se rebelan al rededor de su cara bailando con la brisa que soplaba sin tregua en ese momento, mientras sale de su boca la pregunta desprevenida - Hola, ¿Qué tal? ¿Qué vas a querer?, La verdad es que yo estaba preparada para que me diera instrucciones de pedir directamente en la caja o que me marchara, pero con su pregunta... ¡Ah! ¿Tu me tomas la orden en la mesa? pregunté animada. -¡Sí, claro! ¿Qué vas a tomar? Respondió la mujer de rulos bailarines -Regálame por favor un alfajor tradicional, un café negro y también quiero una botella de agua; repliqué. - ¡Claro! respondió ella mientas daba media vuelta y entraba de nuevo al local.
Resuelto el pedido me recosté en mi silla tomé de nuevo mi gigantesco libro con las dos manos, aseguré mi bolso para no extraviarlo y hundí mi cabeza en una de las lecturas más apasionantes que había encontrado hasta ese momento. Minutos después llegó la mesera de nuevo y puso el pedido sobre la mesa mientras repetía en voz alta: un alfajor, un café negro una botella de agua ¿Querés algo más? Dijo con su voz cantarina - No, así estoy muy bien, muchas gracias., le dije sonriendo. Y... es que de verdad, estaba de maravilla.
Me quedé contemplando el alfajor con su suave textura azucarada y decidí tomarlo primero para darle un mordisco, efectivamente en mi paladar se sintió suave y se deshizo rápidamente, el arequipe era generoso y abarcó con su dulzura mi paladar de manera extraordinaria, sólo pude cerrar mis ojos para que mis otros sentidos no me distrajeran de disfrutar ese pequeño trozo de dulce terciopelo, mmmm... ¡Qué delicia! Tengo que reconocer, que el alfajor nunca ha sido mi preferido, pero la frescura de ese trocito en mi boca me obligó a darle la razón a quienes lo habían hecho famoso.
Yo amo combinar algo dulce con algo amargo, así que mi café no era sólo negro, sino también amargo. Posé mis ojos en la tacita blanca de café humeante, tenía algo de espuma en la superficie, tomé por la oreja el pocillo con mi mano derecha y posé con desconfianza mi boca en el borde, di un pequeño soplido para evitar quemarme con el calor del café y justo en ese momento caí en cuenta de que ese pequeño soplido no sería suficiente para salvaguardar la integridad de mi lengua, y con ella, la integridad de los sabores de cualquier comida que probara en las próximas 24 horas. Alejé un poco la taza y di pequeños soplidos para bajar la temperatura del café más superficial, una vez consideré que el trabajo estaba hecho, acerqué la tacita blanca, posé nuevamente mis labios sobre ella y di un pequeño sorbo... Nuevamente no podía creer lo que sentía en mi boca... ¡Es terciopelo!. Yo vengo de Colombia así que toda la vida he tomado un excelente café, pero nunca había probado algo como esto; el sabor del café era intenso, pero balanceado, como entre consistente y ligeramente grasosa se distribuyó gentilmente por todas mis papilas gustativas... y ahí estaba yo, cerrando ¡De nuevo! mis ojos para disfrutar en esta oportunidad un sorbo de café que parecía caído (o llovido) del cielo... ¡Qué delicia! tragué con calma el preciado sorbo y disfruté un momento el gusto del café en mi boca, entonces volví a preguntarme ¿Habrá algo más perfecto que esto? Este café merecía mi atención, así que puse el libro por un momento a un lado, mientras lo cerraba con cuidado y luego dediqué los siguientes minutos a tomarme el café y a terminar mi alfajor bajo el sol de la tarde, todo esto, en la compañía de decenas de extraños, quienes sin saberlo fueron cómplices de una experiencia inolvidable, me perdí por momentos en mi imaginación, construyendo en mi mente la realidad de los personajes sentados en el césped, del hombre recostado en el espaldar de su silla en la mesa del lado, de aquel joven con la guitarra en sus manos, quién aún cantaba animosamente canciones para todo aquel que consiente o inconscientemente le sirviera de público... terminó mi café y con él mi proceso de imaginar la vida de mis acompañantes desprevenidos, así que volví a las historias del libro que pacientemente habían esperado por mi atención al lado derecho de la mesa. Retomé mi lectura con las gafas de sol puestas para que el brillo del papel no me encandilara, y me permití vivir por una hora en la edad media mientras mi cuerpo descansaba cómodamente en una banca en La Recoleta.
Esa tarde regresé caminando al apartamento en Palermo, el sol se ponía mientras la ciudad se agitaba con la multitud de personas que se dirigían hacia su casa, disfruté de las fachadas, las vitrinas de los restaurantes que había en el camino, me dejé llevar por los buses y los autos particulares que pasaban sin cesar... observé a las personas y sus afanes, esperé con paciencia en los pasos peatonales mientras notaba que el cansancio se apoderaba de mi cuerpo, doblé la última esquina a la derecha y me encaminé al apartamento que se encontraba ya a sólo un par de metros, me detuve con paciencia frente a la puerta del edificio mientras examiné los timbres, toqué el María, y en segundos una voz familiar me respondió del otro lado con una entonación que variaba entre exclamación y pregunta -¿¡Hola!? ¡Hola María! Soy yo, Claudia. Respondí - ¡Ya te abro! contestó animada, y sin dejar pasar un minuto, María apareció frente a mi abriendo la puerta del edificio para dejarme pasar, me abrazó apretado como si hace muchos días no nos viéramos diciendo ¡Hola mi Clau! ¿Cómo te fueeee? - ¡Muy bien! Le respondí sonriendo mientras entreba al apartamento que era en el primer piso, luego solté mi bolso, la bolsa con dos cajas de alfajores que obviamente había comprado en el café, y me dejé caer en el sofá; entre tanto María entraba a la cocina preguntándome ¿Quieres comer? giré mi cabeza a la derecha para mirarla , le sonreí de nuevo mientras exclamé ¡Sí! ¡Qué rico! ¡Comamos! y me puse en pie de nuevo para dirigirme a la cocina.
Así fue terminando mi día tranquilamente, entre charlas y experiencias cruzadas de María y mías, ese fue un día cualquiera de diciembre, uno soleado y colmado de sorpresas cotidianas, lleno de brillo, de recordatorios de nuestra mortalidad que nos invitan a estar despiertos mientras vivimos, brisa, color y sabores que me llenaron el alma de recuerdos para atesorar en tiempos de pandemia... lentamente la máquina del tiempo me trajo de nuevo a mi momento presente, llegué a mi sofá en Bogotá con una sonrisa dibujada en el rostro, contar la historia es un poco más larga que el simple hecho de recrearla en la imaginación, pero escribirla me permitió plasmar las sensaciones de ese día de diciembre, recordar las experiencias, los sabores con el fin de disfrutarlos de nuevo y de compartirlos contigo, que hoy lees este pequeño relato, espero que hayas podido viajar conmigo, espero que hayas podido recordar tus propias experiencias y te invito que uses tu mente hoy para recrear con vívidos detalles UN DÍA EN TU MEMORIA.
¡Gracias por llegar hasta aquí!
Con cariño,
Claudia Fernández
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